China enfrenta un inusual brote de chikungunya en la provincia de Guangdong, con más de 7,000 casos reportados, lo que ha llevado a medidas sanitarias agresivas que evocan las aplicadas durante la pandemia de COVID-19, aunque con un alcance y naturaleza distintos.
El virus chikungunya, transmitido por la picadura de mosquitos infectados y caracterizado por fiebre alta y dolor articular intenso, se ha propagado rápidamente en el sur de China, particularmente en la ciudad de Foshan. A diferencia del COVID-19, esta enfermedad no se transmite de persona a persona, pero la ausencia de inmunidad previa en la población ha favorecido su expansión.
Las autoridades han desplegado una ofensiva sanitaria que incluye fumigaciones masivas, instalación de redes anti-mosquitos, uso de drones para identificar criaderos, introducción de mosquitos depredadores y peces que consumen larvas, así como multas de hasta 10,000 yuanes por acumulación de agua. También se ha impuesto el aislamiento hospitalario para los casos detectados.
Si bien el virus no supone la misma amenaza global que el SARS-CoV-2, la intensidad de las medidas recuerda a la gestión inicial de la pandemia de 2020. Sin embargo, expertos subrayan que, en este caso, el riesgo de propagación internacional es mucho menor. El verdadero desafío reside en el control vectorial y en la aceptación social de las medidas, ya que algunas intervenciones han generado críticas por su impacto en la privacidad y la vida cotidiana, un debate que en China no se vivía con fuerza desde las cuarentenas masivas del COVID-19.
El brote de chikungunya pone a prueba la capacidad de China para gestionar crisis sanitarias de origen vectorial con un enfoque ágil, pero también respetuoso con los derechos de la población. Aunque las comparaciones con el COVID-19 son inevitables, la naturaleza del virus y su vía de transmisión marcan una diferencia clave: el éxito dependerá menos del distanciamiento social y más de la eficacia en la eliminación del mosquito transmisor.